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Pedro Arrupe: el jesuita que sobrevivió a la bomba atómica de Hiroshima

El 6 de agosto de 1945, a las 8:15 de la mañana, la historia cambió para siempre. Estados Unidos lanzó la primera bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, marcando uno de los episodios más devastadores de la Segunda Guerra Mundial. Entre los pocos testigos occidentales directos de aquella tragedia estaba un joven jesuita español: Pedro Arrupe, quien más tarde sería Superior General de la Compañía de Jesús (1965-1983) y cuya causa de beatificación está actualmente en curso.


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De España a Japón


Pedro Arrupe había llegado a Japón en 1939. Médico de formación antes de ingresar en la Compañía de Jesús, vivió los años previos a la guerra con ciertas tensiones: su condición de extranjero le valió la desconfianza de las autoridades y en más de una ocasión fue arrestado bajo acusaciones de espionaje. Finalmente se estableció en el noviciado jesuita de Nagatsuka, a unos 6–7 kilómetros del centro de Hiroshima.


El fogonazo y la onda expansiva


En su libro Yo viví la bomba atómica (Mensajero, 1958), Arrupe narra con detalle el momento de la explosión:


“Estaba en mi habitación con otro sacerdote a las 8:15 cuando de repente vimos una luz cegadora, como un destello de magnesio. Naturalmente, nos sorprendimos y saltamos para ver qué sucedía. Al abrir la puerta que daba a la ciudad, oímos una explosión formidable, similar a la ráfaga de un huracán. Al mismo tiempo, puertas, ventanas y paredes cayeron sobre nosotros hechas añicos”.

Desde el noviciado pudieron ver la ciudad convertida en “un enorme lago de fuego”. La magnitud del desastre fue sobrecogedora.


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El hospital improvisado


Apenas pasada la conmoción inicial, Arrupe y los novicios decidieron actuar. Su formación médica le permitió organizar un hospital de campaña improvisado en el mismo noviciado para atender a decenas de heridos que llegaban en condiciones extremas.


“Para limpiar las heridas era necesario perforar y abrir las ampollas. Teníamos en casa a 150 personas, de las cuales un tercio o la mitad tenían heridas abiertas. (…) Empezamos a usar teteras y palanganas que encontrábamos en casa” (Yo viví la bomba atómica, p. 47).

Las escenas eran desgarradoras: mujeres jóvenes con quemaduras que cubrían medio cuerpo, rostros ensangrentados y heridas provocadas por la caída de escombros. Según Arrupe, en la ciudad y sus alrededores había más de 50 000 cadáveres que debían ser incinerados para evitar plagas, además de 120 000 heridos que necesitaban atención urgente.


Entre la fe y la devastación


El jesuita reconoce que, en ese momento, la misión pastoral y la ayuda humanitaria eran inseparables:


“Es en momentos como estos cuando uno se siente más sacerdote, cuando sabe que en la ciudad hay 50.000 cadáveres (…) y unos 120.000 heridos que atender. Ante estos hechos, un sacerdote no puede quedarse fuera de la ciudad solo para salvar su vida” (Yo viví la bomba atómica, p. 63).

Incluso ante el riesgo de radiación, Arrupe y sus compañeros entraron repetidamente en la zona devastada para auxiliar a los supervivientes.


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Un legado de compasión y memoria


Décadas después, su testimonio sigue siendo uno de los relatos más valiosos para comprender el horror de Hiroshima desde la experiencia directa de un testigo que conjugó la ciencia médica con el servicio espiritual.

Su libro Yo viví la bomba atómica no solo es una crónica histórica, sino también un testimonio de fe, compasión y entrega en medio del sufrimiento humano.


Hoy, la figura de Pedro Arrupe continúa inspirando a creyentes y no creyentes. Su causa de beatificación, abierta por la Santa Sede, lo acerca un paso más a ser reconocido oficialmente como modelo de santidad. Pero más allá de los procesos eclesiásticos, su vida nos recuerda la urgencia de trabajar por la paz y la dignidad humana.


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