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Un clásico lúgubre: sobre Vida de un idiota y otras confesiones, de Akutagawa Ryunosuke

Es indudable que en los últimos años la literatura contemporánea japonesa ha merecido una atención internacional importante, lo que, enfocándonos en el ámbito literario en español, se ha traducido en una mayor presencia en editoriales masivas e inclusive en la decisión de no pocas editoriales de dedicarle colecciones completas (pienso en Editorial Impedimenta), si es que no todo su catálogo (pienso en Satori Ediciones).


Algo muy valioso de esta merecida atención es el rescate de autores también clásicos y/o de continuas reediciones más cuidadas de sus libros, de una diversidad muy enriquecedora de traducciones y de introducciones que traen a la palestra distintos acercamientos a determinadas obras. Sin ir más lejos, pienso en la reedición de varios libros de Kawabata con nuevos diseños que publicó Editorial Emecé hace un par de años, o de la reedición que acaba de publicar Editorial Abducción de Indigno de ser humano, de Dazai, que ha causado gran expectación en redes sociales. Y es a lo que pretendo acercarme en este texto, pero específicamente en cuanto al autor Akutagawa Ryunosuke y a los textos que escribió en la última etapa de su vida, a los que tenemos hoy acceso en ediciones muy distintas entre sí.


La primera vez que leí a Akutagawa fue en la edición de Vida de un loco. Tres relatos (2006) publicada por Emecé. Era más joven, tenía entre 18 y 19, y en ese entonces poco me importaba quién traducía los libros, si lo hacía del idioma original o de uno secundario, si se tomaba licencias en pos del estilo, etc. Solo sé que recuerdo esa lectura como una iniciación a ciertos temas, un deslumbramiento: los relatos de aquel libro, coronados con la carta del suicidio del autor, me parecieron posesos de un estilo eléctrico que marcó algo en mí. De algún modo, una parte del libro pasó a formar parte de mi cabeza, constantemente. La edición incluía “El biombo del infierno” (relato menos conocido de Akutagawa, que no iba muy a tono con los siguientes, pero que era magistral), “Engranajes” y “Vida de un loco”, terminando con su carta de suicidio. El primero no iba muy a tono con los otros porque estos, resultados de la última etapa escritural de Akutagawa, son textos autobiográficos que plasman la lenta degeneración de la mente del autor, quien producto de depresión, alucinaciones y crisis nerviosas, optó finalmente por suicidarse a los 35 años, mediante una sobredosis de Veronal.


“Vida de un idiota (o loco, o necio)”, uno de los dos relatos principales de ese volumen (y de los que mencionaré a continuación), es la narración en tercera persona de una voz (la del autor) que rememora instantáneas en forma de prosa muy breves, generalmente nostálgicas si bien poco expresivas; las 51 escenas, enumeradas y tituladas, se abocan a retratar distintos paisajes, tanto reales como mentales, casi como ejercicio de estilo poético, relegando al “yo” y sus sentimientos a un lugar secundario, pues parece ser que el narrador le da (se da) ya por perdido.


Me parece apropiada la enumeración de estos datos porque muchos años después, al leer la edición publicada por Alianza bajo el título Vida de un idiota y otras confesiones (2021), el efecto no fue el mismo: me pareció que primaba una atmósfera fría, lúgubre, que acrecentaba el augurio suicida presente en las páginas de aquellas “confesiones” (distintos relatos autobiográficos marcados por la pesadumbre, no presentes en la edición antes mencionada) pero no así el estado febril que me había maravillado antaño. Vale decir que aquella edición comparte la traducción de la edición de Satori (ambas editoriales españolas), publicada exactamente diez años antes (2011), solo restándole la introducción a los textos, que en total suman siete: estas versiones no incluyen “El biombo del infierno”, pero sí varios otros relatos de la última etapa escritural de Akutagawa: “Las mandarinas”, “Extractos de la agenda de Yasukichi”, entre otros. Hay que recordar que antes de esta etapa escritural, el autor destacó sobre todo por su manejo de temas históricos, estilo al que pertenece “El biombo del infierno”. De hecho, fueron dos relatos de esta temática (“En el bosque” y “Rashomon”) los que impulsaron su fama internacional, cuando años más tarde después de su muerte Kurosawa los adaptó en conjunto en su película homónima Rashomon (1950). Todos los relatos de esa vertiente pueden encontrarse en el libro Rashomon y otros relatos históricos (Satori, 2015).


El segundo relato “central” de estas compilaciones, “Engranajes” (o “Ruedas dentadas”), es una narración breve escrita en primera persona en la que Akutagawa esboza su día a día: un mundo de alucinaciones, pensamientos y sentimientos contradictorios ante la inminencia del fin. Decepciones vitales, crisis nerviosas, su miedo a los antecedentes de desórdenes mentales en su familia y el abuso de distintas sustancias por su parte, logran un relato inquietante, a pesar de lo abstracto de su conflicto. Y la duda sobre lo que traerá el futuro (a él y a Japón) como una sombra que tiñe todo el estilo de la obra. En suma, un preludio narrativo de un tormento que, ya insoportable, solo podrá ser transmitido a pedazos en “Vida de un idiota”. Y que luego ya no encontrará palabras que puedan expresarlo.


Para culminar este preámbulo, habría que agregar la edición del libro publicada por Navona, también en España: Ruedas dentadas y La vida de un necio (2021), volumen que abarca exclusivamente esos dos textos pero le da un mayor cuidado a este en torno al libro como objeto y a la diagramación en la página, donde prima el espacio. Esta edición es la única de las mencionadas que no incluye la carta de suicidio de Akutagawa.


Me interesa volver sobre la cuestión del estilo. La traducción compartida por Alianza y Satori, realizada por Yumika Matsumoto y Jordi Tordera, se presenta como la más exhaustiva en términos de “estudio”; numerosas notas al pie de página intentan, sobre todo, dar claridad a como dé lugar, y es lo que se siente en la prosa de Akutagawa en este caso: una claridad excesiva frente a la desolación que le embargaba. Una lucidez que sólo le permitía ver con mayor claridad la pesadumbre. Es una cuestión que cobra incluso más sentido al leer la introducción que Carlos Rubio escribió para la edición de Satori, en donde desmenuza el estado mental y anímico del escritor al momento de escribir los relatos del libro, ordenados como una línea de tiempo paralela al descenso de Akutagawa hacia un lugar de su cabeza del que no volvería.


Por el lado de Navona, cuya traducción corre a cargo de Lourdes Porta y Junichi Matsuura, se nota más distensión en cuanto a la búsqueda de conceptos, puesto que el lenguaje usado ciertamente es más “común”. Si algo enlaza ambas traducciones, es la experiencia de las duplas a cargo de ellas: un participante nativo por lengua a modo de retroalimentación, experiencia que suele obtener los mejores resultados, considerado además la trayectoria de ambas duplas. En el caso de la edición ya descontinuada de Emecé, la traducción estuvo a cargo de Mirta Rosenberg, poeta argentina que, si tradujo o no directo desde el japonés (no tengo la seguridad sobre ese dato), no importaba en realidad: las pocas notas al texto y el cambio libre de términos japoneses a un español más cercano al público latinoamericano, dejan ver que la intención, antes que la fidelidad más que literal, fue de atmósfera: Rosenberg parece dotar el vuelo suicida del autor de un estilo rápido e incisivo. Se tomó libertades en pos de una llegada “menos árida”, pero igualmente intensa. Es cosa de que recordemos de qué libro tratan todas estas cuestiones.


Las decisiones estéticas también son disonantes en torno a este libro, punto que reviste importancia en el foco de entrada que quiere dársele al autor, cuya obra puede resultar ciertamente difícil en algunos aspectos. Si vamos en orden, comenzaríamos por Emecé, cuya portada muestra una foto en que el autor mira de costado, despeinado y risueño, tras una capa de ondas marmoladas de colores psicodélicos, acentuando el verde y el lila. Alucinaciones, pienso al verla. El romanticismo de la locura: el prólogo de Luis Chitarroni y el epílogo de Borges que incluye, textos marcados de misterio en torno a lo oriental, acentúan esa imagen.



Luego, tenemos la de edición Satori, en su colección “maestros de la literatura japonesa”, que se caracteriza por usar pinturas clásicas niponas con colores por lo general vívidos. El caso de Vida de un idiota es bastante disonante: la portada muestra a una silueta negra de forma caricaturesca entrando a lo que podría ser un bar, también una silueta oscura. Tras el negro de las siluetas, un cielo de color verde musgo. Algunos detalles en rojo culminan la obra. Pienso, por qué no, en un paisaje digno de la antesala de un crimen. Atmósfera de novela negra. Frío, oscuridad y muerte.



Pienso, finalmente, en la decisión estética de Editorial Alianza, que publicó el libro en su colección de bolsillo. Fiel a su línea minimalista, la portada hace uso de un retrato de Akutagawa en que demuestra un semblante afable, si le viéramos por completo: la franja con el título y el nombre del autor reemplaza el lugar donde deberían ir los ojos, lo que produce un efecto inquietante, considerando el gris del retrato, también. Un muy buen uso de pocos recursos, me parece (los ojos, por cierto, podemos verlos igualmente en la contraportada). La perdida de una visión, o una mirada perdida: lo mismo, ambas a la vez. En este caso no discuto la presentación de Navona, porque en la colección en que publicaron el libro (Navona ineludibles) solo cambia el color de empaste, de apariencia clásica: tomos pequeños, de tapa dura y entelada.


Ahora, traducciones y ediciones fuera, me llama la atención el entender por qué el “último” Akutagawa hoy en día aún llama a ser leído, comentado, versionado. Y se me ocurren muchas respuestas, pero me interesa perfilar las siguientes:


Akutagawa origina un tipo de estilo literario que marcará mucho a las generaciones que le siguen. Es interesante que él, un ferviente admirador de un autor tan límpido y cálido como Soseki, diera pie al hecho de abordar temas tan oscuros y herméticos en la literatura que le sucederá. Porque no me parece errado verle como una de las influencias más notorias de lo que será la escuela decadente japonesa, también llamada buraiha. Ya sea implícita o muy explícitamente, como sucede con la obra de Osamu Dazai, que desarrolla de una manera mucho más dinámica y cruda algunos de los tópicos de Akutagawa, lo que nunca ocultó. Inclusive, podríamos mencionar que Dazai agregó un “ingrediente” a la fórmula que Akutagawa usaba de forma muy incipiente: la ironía y el humor.


Su influencia, inclusive por oposición (mediante debates estéticos dados en la época), se extiende a sus contemporáneos y no solo a las generaciones siguientes: Kawabata, Tanizaki o Motojiro también se vieron envueltos en aquella etapa tan peculiar de su escritura. No se le podía ser indiferente.


Es lo que sucede, imagino, con quienes llegan al autor en la actualidad. Puede causar desagrado su manera tan egocéntrica de tratar ciertos temas, como en el cuento “Registro de defunciones”, donde los decesos de algunos de sus familiares son el pretexto para narrar las dificultades de su mundo interior, y también las de orden práctico y burocrático que le acarrean tales muertes. Puede causar, por el contrario, una compenetración dolorosa la destreza con que el autor disecciona su caos y agotamiento mental. Con escenas sencillas, de un estremecimiento implícito, es mucho lo que llega a transmitir, como en aquellas donde el protagonista de sus relatos, presa de los nervios, se obliga a tomar en sus manos volumen tras volumen en una librería, o a saltar entre lecturas de los libros que siempre trae consigo, no ya con un fin recreativo, ni instructivo: la lectura es un escape. Y las palabras, a decir verdad, un refugio insuficiente. Difícil, entonces, salir indiferente de las suyas.


Pienso, por último, en la llegada del autor a los nuevos formatos. Después de Osamu Dazai, me atrevo a decir que Akutagawa es el personaje más famoso del manga y correspondiente animé Bungo Stray Dogs, por ejemplo (al menos por lo que deja entrever su llegada a los fans vía redes sociales). Su estampa (la del escritor) es atractiva, por lo demás: un literato misterioso, de ademanes sutiles, de un complejo mundo interior que le equipara a los frágiles poetas románticos franceses, pero en el contexto de una sociedad mucho más hostil ante tales personalidades. Akutagawa mismo intuía, por supuesto, estas afinidades: uno de los fragmentos más bellos de “Vida de un idiota” se da en la revelación del protagonista ante las visiones de otro excluido de su tiempo: Van Gogh.

Me gustaría terminar este texto un poco híbrido agradeciendo dos cosas: la inmensa cantidad de traductores y traductoras que han permitido, y siguen haciéndolo, que podamos acercarnos a una cultura tan distinta y tan atractiva, sobre todo, como hemos visto en los últimos años, para Chile. La segunda es mi oportunidad de participar en club de literatura japonesa Esperando la primavera como moderador, donde leímos este libro como parte de un ciclo de escritores “decadentes” (junto a Dazai), y precisamente la sesión en cuestión, sobre Akutagawa, fue una de las que más discusiones abrió, a pesar de ser la quinta del club en total. Fue muy enriquecedor recibir opiniones y sentires tan distintos de los y las inscritas, y el constatar que la literatura japonesa, una historia cultural milenaria, cobra cada vez más valor de manera universal.









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