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Diego Barría Loaiza

La nieve y la frontera entre realidad y ensoñación, una reseña de la novela País de nieve de Yasunar

Yasunari Kawabata fue un escritor nacido a mediados de 1899 en Osaka, Japón, y es considerado uno de los grandes escritores del siglo XX. Desde muy temprano, su literatura, marcada por el lirismo y el simbolismo, tuvo como ejes centrales la muerte, la sensibilidad, la soledad, lo erótico y la belleza.


Su temprana orfandad (sus padres, hermana y abuelos fallecen antes de que cumpliera los 16 años) dejó profundas huellas en su ánimo y determinó la forma en que construiría su corpus literario. Esto es, la presencia constante del fin y la muerte en su narrativa y la evidente brevedad de sus relatos, presentándose estos de forma episódica y finita.


País de nieve es una novela escrita por Kawabata y publicada en entregas desde 1934, pero no sería sino hasta 1947 que esta novela vería su forma final en formato libro con un capítulo final inédito hasta esa fecha.

La novela, episódica como es característico en Kawataba, cuenta la vida de Shimamura en un breve espacio de tiempo, un acomodado hombre de mediana edad radicado en Tokio, quien regresa a una posada en un pueblo en las montañas en busca de solaz y tranquilidad, como también para reencontrarse con una joven aprendiz de geisha, Komako, a quien conoció en su primera visita al pueblo. Este pueblo de las montañas es un verdadero país de nieve, aislado físicamente cuando el mal tiempo del invierno vuelve impracticables los caminos que lo conectan con la ciudad. El aislamiento se traduce también en uno simbólico: cuando la nieve cubre todo como “un manto de silencio” (p. 30) mantiene al pueblo de las montañas en un hiato, en una suspensión temporal, el cual aprovecha Shimamura para limpiarse del ajetreo y movimiento del gran Tokio.


La nieve, entonces, es el telón de fondo que crea esta suspensión que tanto atrae a nuestro protagonista. Se transforma así en la línea divisoria, en una verdadera frontera entre la realidad y la ensoñación, puesto que todo lo que ocurre, toda acción, todo gesto, palabra o caricia, ve difuminado sus contornos ante este blanco telón de fondo, impidiendo la completa ensoñación de Shimamura, como también su completa consciencia de la realidad. Es decir, se suspende la realidad de Shimamura, pero esta vuelve constantemente a través de breves intervalos reveladores que evidencian el carácter efímero de sus vivencias. La nieve es el fondo que difumina los contornos, pero que, de vez en cuando, enmarca repentinamente la realidad, estableciendo los límites que no podrán ser traspasados. Así, al ver a Komako ante un espejo que “reflejaba el blanco de la nieve enmarcando el rostro de arreboladas mejillas” (p. 60), Shimamura es consciente de la materialidad y el contorno de la geisha, arrebatándola del mundo de la fantasía para transformarla en un ser, en un aquí y en un ahora, ocasional y finito, como acostumbra Kawabata en sus novelas.


Ese recuerdo, el contorno de Komako sobre la nieve reflejado en el espejo, es “para siempre el de la frontera entre la realidad y el ensueño” (p. 90). Komako, una mujer vista tantas veces y en tantas circunstancias por Shimamura, evidencia una esencia dentro de una materialidad sólo ante el blanco fondo de la nieve.

En la novela, Shimamura vuelve constantemente a este país de nieve y en cada nueva visita se va desarrollando la relación con Komako. Resguardado en todo momento por el vínculo geisha-cliente, Shimamura será un espectador de las emociones y sentimientos de Komako, torpemente expresados la mayoría de las veces.


Durante la primera visita a este pueblo de las montañas, Komako es una joven aprendiz de geisha, llamada a acompañar a Shimamura ante la indisponibilidad de las geishas del lugar. Inicia así una relación extraña, entre una Komako frágil y resignada y un Shimamura que se desenvuelve más como espectador que como participante.


Resulta atractiva la forma en que Kawabata construye a Komako. Si bien Shimamura es durante casi toda la narración un espectador, un extranjero en proceso de conocer una tierra nueva; Komako, por su parte, va dejando entrever, a medida que avanza la novela, su personalidad, su juventud, su inexperiencia y su indecisión. Sería imprudente, quizás, hablar de un proceso de madurez en Komako, puesto que el carácter episódico de las narraciones de Kawabata consiste en un corte transversal en algún momento de la vida de sus personajes, el cual es narrado y descrito con maestría, pero no necesariamente implica un proceso de cambio en los personajes (aunque tampoco lo excluye).


Komako es un personaje repleto de equívocos y contradicciones, los cuales permean el tipo de relación con el protagonista. Completamente entregada a él, pero, a su vez, resignándose a su rol de geisha ante un cliente; el temor de ser lastimada y la probable indiferencia de Shimamura impiden que esa entrega sea completa.


Así, la primera contradicción es esa entrega total, cada vez que Komako aparece en el cuarto de Shimamura, a primera hora en la mañana y luego a últimas horas de la noche, sobria o borracha (luego de entretener fiestas como geisha anfitriona), lanzándose sobre un dormido protagonista u observándolo dormir; es contrapuesta inmediatamente por el alejamiento, la negación de esa entrega, toda vez que Komako decide abruptamente retirarse a su casa (y no hacerlo), rodar con el cuerpo sobre el suelo alejándose de la cama o pedirle insistentemente a Shimamura que la abandone y vuelva a Tokio.


Komako es un personaje que escenifica constantemente el patetismo y la melancolía, una geisha que Shimamura encuentra aseando su cuarto con “un pañuelo atado teatralmente en la cabeza” (p. 74) o imagina con sus “botas hasta la rodilla y pantalones de montaña” (p. 61) durante lo más crudo del invierno. Una geisha que, si alguna vez llegara a casarse, sería una tortura para su esposo, producto de sus contradicciones. Sin embargo, ese patetismo-melancolía es bello, tiene su atractivo a ojos del lector y claramente lo tiene a ojos del protagonista, pues está estrechamente relacionado con la determinación de Komako de trabajar esforzadamente y su resignación consecuente y trágica de ese sino de servilismo que parece vislumbrarse en su porvenir, pero que en el presente se vuelca sobre Shimamura. Por lo mismo, al enterarse Shimamura a través de una masajista que Komako era la prometida de un agonizante sujeto del pueblo, no puede evitar considerarlo “inaceptablemente melodramático” (p. 71), puesto que para ayudarlo financieramente a él es que se convierte en geisha. Esto último, es para Shimamura otro claro ejemplo de la patética vida de Komako, y la califica de un “esfuerzo inútil” (p. 71). Ese esfuerzo de Komako, esa determinación anteriormente mencionada, producía en Shimamura “una pena extraordinaria” (p. 126).


Ahora bien, el clímax del patetismo-melancolía de Komako la apreciamos cuando toca el samisén (instrumento de cuerdas japonés). Una geisha de pueblo no es equivalente a una geisha de ciudad, por lo que no recibe la misma instrucción y no se espera tanto de ella. Así se explica la sorpresa de Shimamura ante los bellos acordes de la melodía tocada por Komako que “abrieron un vacío transparente en sus entrañas, donde reverberaba el sonido del samisen” (p. 79). Es una melodía que lo sobrecoge hasta la reverencia y lo inunda “de una oleada de remordimiento e indefensión” (p. 79) ante la cual no le queda más que rendirse y dejarse transportar por Komako y su melodía. Nuevamente, en esta escena, aparece la idea del “esfuerzo inútil,” de esta determinación de Komako atrapada en un país de nieve que la aísla, que la abandona en la soledad. Este cuadro que se pinta en Komako genera en Shimamura una “nostalgia indefinida” (p. 80).


A la nieve, Shimamura y Komako, se les integra otro personaje, Yoko, cuya enigmática vida se reviste de una irresistible belleza a ojos de Shimamura, la cual deviene constantemente en una profunda tristeza. Este último es un rasgo esencial en la narrativa de Kawabata, donde la belleza (expresada en una mirada, un tono de piel o el rocío sobre capullos de flor) aparece siempre atenuada por su natural fugacidad, el breve brillo de una luciérnaga consumida en la oscuridad. Por tanto, la contemplación de lo bello está, en Kawabata, siempre acompañada por la profunda tristeza que produce su brevedad. La belleza en este escritor japonés es, entonces, el cerezo en flor que atisba en todo momento la llegada del otoño.


Lo bello está ligado a su fin, como lo expresa Shimamura al escuchar la voz de Yoko por vez primera: “su voz era tan dulce que daba tristeza que reverberara en la noche helada” (p. 24), luego “era aquella voz tan bella y cristalina que daba tristeza” (p. 67) y, también, “una voz tan bella en su desamparo como si se dirigiera a alguien que no podía oírla” (p. 119).


Yoko es un personaje interesante, aunque de ella sepamos muy poco. Podemos aventurarnos y conjeturar que se entrometió entre la relación de Komako y su prometido y que amenaza con hacer lo mismo entre Komako y Shimamura, pues la geisha es plenamente consciente de la atracción que produce Yoko en su cliente. Sin embargo, Komako no habla de ella y Yoko no habla de sí misma.

Yoko es interesante, pues obsesiona a Shimamura desde la primera vez que la ve sobre el tren que lo lleva de vuelta al pueblo de las montañas y cada vez que intuye su cercanía. Es una atracción fatal, puesto que nuestro protagonista es consciente de la profunda tristeza que lo invade cada vez que Yoko, como presencia real o como recuerdo, entra en escena. Obsesiona también a Komako, aunque de una forma distinta, y se vuelve una presencia constante (a pesar de su ausencia real) en casi toda interacción entre Komako y Shimamura.


Como hemos dicho, Kawabata nos cuenta un momento en la vida de sus personajes, cuyo principio y final sólo adquieren sentido real, en la novela o cuento, al entender esta premisa. Así, Komako y Yoko son episodios en un instante particular de la vida de Shimamura, que no sabemos si pueden o no condicionar o determinar su vida, pues no hay un futuro concreto en la narrativa de Kawabata, sólo atisbos breves, pinceladas que reverberan en la memoria del lector y se pierden como un eco en la lejanía. Apreciar la belleza de lo narrado por Kawabata, es entender la fugacidad de toda experiencia vivida, es esa constante dicotomía entre belleza y fugacidad. Aceptar que estas vivencias peregrinas pueden tener un impacto en la construcción del futuro de un personaje, es aceptar que la vida no es otra cosa que un conjunto de fugacidades.


Kawabata recibiendo el premio Nobel de literatura en 1968


 

Ficha técnica:

Título: País de nieve

Autor: Yasunari Kawabata

Editorial: Emecé

Año edición: 2019

Número de páginas: 164

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